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Apasiónate
Esa pasión ha de ser un recuerdo constante en mi vida, un reflejo diario que me haga tener presente el gran privilegio que tengo de ser receptora de un amor tan inefable de Dios hacia mí.
El azahar impregna el aire, envuelve las calles con su ambiguo aroma fresco, dulzón y picante.
Ha llegado la primavera y con ella la musiquilla copiosa de los tambores que anuncian una semana procesional, religiosa, sumergida en el ritualismo con el que cada año se celebra la semana de Pasión.
Un repique de campanas hace que mi corazón enarbole un deseo, un anhelo personal que al transcribirlo lo despojo de su privacidad haciéndolo público. Mi deseo es que cada día mi vida se apasione más y más por Dios. Que consiga tejer en mí la sana disciplina de buscarlo en soledad para crecer con Él. Saber que buscarlo es bien para el alma mía, que acercarme con un corazón humillado es subir con diligencia peldaños que me sitúan en una posición de cercanía, de complicidad. Cuanto más lo busco, más me encuentro.
Apasionarme con quien sintió un fervoroso amor hacia mí y dio su vida en sacrificio para así pagar una deuda de la que yo era responsable.
Apasionarme por quien con delicado amor moldea mi vida enseñándome a mirar las cosas desde un ángulo más proclive a su voluntad.
Sentir devoción por sus palabras, releer sus hechos y sentir como el pulso se me acelera y me embarga la emoción.
Asombrarme, deleitarme, ser retada por Él a seguir el camino correcto, la senda apropiada.
La reseña que cada año se hace de la semana de pasión de Cristo se convierte en un acto ritual que tiñe de costumbrismo un suceso tan extraordinario e insólito.
Esa pasión ha de ser un recuerdo constante en mi vida, un reflejo diario que me haga tener presente el gran privilegio que tengo de ser receptora de un amor tan inefable de Dios hacia mí.
Cristo me relata con cada una de sus cálidas caricias una historia de amor, del verdadero y único amor del gran Dios hacia el hombre, obrando en mí el milagro de la transformación.
Leo en las manos de Cristo lo que soy, una marca de dolor que Él lleva muy cerca de sí, y a la cual no mira con desaprobación, si no con ojos amorosos que me siguen llenado de admiración hacia un Dios amigo.
Con el corazón sacudido de emoción puedo concebir como Dios sigue haciendo estragos en mi vida, vislumbrando la pasión que se me despierta cuando me acerco hacia Él y descubro cuánto me ama
(Publicado en Protestante Digital)
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