“Me acuerdo... de cómo
yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de
alegría y de alabanza del pueblo en fiesta” (Salmo 42:4).
El salmista está
recordando con nostalgia días pasados en que iba a la casa de Dios entre una
multitud de personas alegres que amaban al Señor y subían a Jerusalén a
adorarle. Ahora no lo podía hacer porque estaba siendo llevado a la cautividad,
y una de las cosas que más pesaba sobre su corazón fue que ya no podía subir al
templo para adorar a Dios con su pueblo.
Hoy día se oye con demasiada frecuencia que
uno puede ser creyente en casa perfectamente bien sin ninguna necesidad de ir a
la iglesia. Piensan que pueden adorar a Dios en la intimidad de su casa prescindiendo
del dolor que han experimentado en la iglesia debido a ciertas personas o
situaciones difíciles. Ya han sido quemados. Han visto cosas muy feas y
argumentan que no necesitan la iglesia para creer en Dios, que allí se les ha
hecho mucho daño, que hay gente en el mundo más maja que la que hay en la
iglesia, y, de todas formas, que siguen creyendo como siempre.
A estos argumentos humanos que proceden de un
corazón dolido, contestamos que sentimos el dolor que les haya llevado a esta postura,
pero tienen que perdonar y pasar página. Tienen la obligación de obedecer a
Dios a pesar de otros que profesan ser creyentes y pueden serlo o no serlo,
solo el Señor lo sabe. La cizaña y el trigo crecerán juntos hasta que venga el
Señor, cuando los ángeles harán una criba y entonces sabremos quién es quién.
Hasta entonces nuestro deber es estar en la iglesia.
Dicen que pueden adorar a Dios en su casa,
¿pero cuántos pasan dos horas haciendo un culto como lo harían en la iglesia,
con música, lecturas y oraciones? Es más, en su casa ¿quién les va a enseñar, amonestar,
corregir, aconsejar, desafiar, animar, consolar, exhortar, etc.? ¿Quién va a orar por ellos? No
podemos pedir a la Cabeza que haga las funciones del cuerpo, porque él ha
determinado que no va a ser así. Él no se desprende de su cuerpo para hacer la
parte que le corresponde a él. No va a cambiar su voluntad para el creyente
porque tú has sufrido a manos de creyentes infieles. Sin la iglesia, ¿quién va
a enseñar a tus hijos, introducirlos en un grupo de jóvenes, reforzar tus
enseñanzas sobre la ética? ¿Quién va a visitar a tus enfermos y mayores? ¿Quién
te va a dar de comer cuando estés en el paro, aconsejarte cuando tu matrimonio
falle?
Además, tú necesitas la iglesia para usar tus
dones, para servir a otros, para aprender paciencia, humildad, sumisión,
respeto a la autoridad, convivencia. Esto te ayuda a desarrollarte como
persona. Allí formas parte de una sociedad y ocupas un lugar que solo tú puedes
ocupar en las relaciones que mantienes con otros. Más valioso que lo que puedes
hacer es lo que eres como persona, y esto ministra a otros. También necesitas
la iglesia para participar en proyectos para el bien de la comunidad, para ofrendar
a misiones, para dar a los pobres y para dar un testimonio como colectivo unido
frente a la sociedad. La iglesia es la nueva sociedad de Dios y existe para ser
modelo de cómo funciona una sociedad bajo su gobierno, como alternativa a la
sociedad de hoy. Por estos motivos, y, sobre todo, por pura obediencia a Dios,
debemos ocupar nuestra parte en su pueblo,
la iglesia de Dios.
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