El Padre lo había enviado. Jesús sellaba su compromiso de ir hasta lo extremo, de forma radical, hasta la muerte, y muerte de cruz. Derramaría su vida hasta la muerte. Sería contado con los pecadores… Llevaría el pecado de muchos; me imagino el peso doloroso de todo ese bagaje, sumándole a todo eso el abandono de muchos de los suyos, incluso, durante un momento, se sentiría abandonado por su Padre.
Cristo sintió en todo su ser el mismo amor que había llevado a Dios Padre a entregarle a Él, su único Hijo, para salvar a unos que no valían nada, que no merecían nada y, es más, ni siquiera les importaba nada. No habían pedido que los salvase, no había demanda; pero aun así lanzó la oferta de su gracia, de su perdón, de su amor infinito. Quería liberarnos de las cadenas del pecado, de la muerte eterna. Lanzó al mercado mundial un producto imperecedero y valioso que garantizaba la vida en abundancia. Con una sola condición: Creer en su Hijo. Esto garantizaría encontrar el camino y ya no te perderías en los laberintos que dificultan la toma de decisiones acertadas.
Pero sigamos… Su compromiso significaba callar ante los poderosos que tenían autoridad en esta tierra finita; porque así estaba en los planes del Padre; era necesario que se tornara cordero humilde para entrar en gloria y llevarnos a ella.
Tomo conciencia de mi realidad, de mi entorno, y oigo los tambores que me dicen que se celebra la Semana Santa. Me pregunto si todas las semanas debieran de ser santas. O si yo debo estar en un proceso de santificación día tras día, segundo tras segundo. Llueve y la lluvia se entremezcla con las lágrimas de unos que lloran, conmovidos. Pero luego me doy cuenta de la fugacidad de esas lágrimas, de cómo son para hoy pues no se ha entendido el mañana. Un mañana garantizado para el que cree y que no implica más inmolaciones, caminos hacia el Gólgota. Jesús lo hizo por nosotros, calló, se dejó azotar, crucificar… Una sola vez y para siempre. Todo para quitar las cadenas que pesan y no dejan ver la luz. Se dejó la piel para traernos la libertad. La verdad os hará libre, había dicho. ¿Lo habrá recordado alguien?
Se fue al mercado de los esclavos del pecado como tú y yo y empezó la subasta. Pagó el rescate exigido para liberarnos. ¿Somos conscientes del precio pagado por ese rescate? Ser librados de la potestad de las tinieblas… ¿Lo he entendido? He sido trasladado al reino del Hijo amado… A ver si puedo procesar esto en toda su plenitud.
Seguro que todos alguna vez hemos tenido escasez de algo. Y luego alguien ha llegado en el momento oportuno y ha cubierto esa necesidad, o ha pagado alguna suma que nos correspondía a nosotros pagar. Y ¡zás! cambió la situación; de la tristeza y preocupación surgió el gozo. Se restauró nuestra reputación que tal vez había sido vapuleada. En algunos países el honor es algo muy preciado y las personas hacen todo lo posible para limpiarlo, mantenerlo pulcro, rayando lo radical. Me pregunto si no es necesario algo de esa radicalidad en nuestro seguimiento a Jesús, mientras estamos en ese proceso de santificación para llegar a ser como Él.
Radicales. Así debiéramos ser en nuestra gratitud por su compromiso, por su disposición a encarnarse como uno más. Si realmente vivimos en armonía con el Espíritu, que se hospedó en nuestro corazón el día que nacimos de nuevo, el día que recibimos ríos de agua viva, debiera verse el nuestro, hablo del compromiso. Pienso que en todo hay un feedback, ¿no?
¿Acaso no debemos reaccionar de manera agradable ante el emisor de tan sublime gracia?
¿Qué nos pide nuestro Dios? ¿Adoración, agradecimiento, misericordia? ¿Un no a los sacrificios flagelados, cargados de madera sobre la piel? Jesús le dijo cosas claras a la mujer de Samaria: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Jn. 4.23).
Pagando el precio, Él venció a la muerte para traernos vida, y vida en abundancia. Que ardan, pues, nuestros corazones, mientras Cristo nos va hablando por el camino, abriéndonos las Escrituras para alimentarnos, curarnos, consolarnos, amarnos… Mientras esperamos la adopción, la redención de nuestro cuerpo.
Claro que, mientras esperamos, también sellamos nuestro compromiso de servirle sin fisuras; como Abraham cuando se le pidió dar a su único hijo. Imagino la escena dramática de un padre. Obediente a su Padre. Cueste lo que cueste. ¡Qué fuerte! Es el precio del seguimiento. La gracia no es barata.
Pidamos ayuda para no malbaratearla.
Claro que, mientras esperamos, también sellamos nuestro compromiso de servirle sin fisuras; como Abraham cuando se le pidió dar a su único hijo. Imagino la escena dramática de un padre. Obediente a su Padre. Cueste lo que cueste. ¡Qué fuerte! Es el precio del seguimiento. La gracia no es barata.
Pidamos ayuda para no malbaratearla.
Jacqueline de Salamanca
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