En Deuteronomio 32.4 se nos recuerda que nuestro Dios es justo y recto; que es fiel y no practica la injusticia. Y en el mismo libro, en el capítulo 10, versículo 17, para rematar agrega que no actúa con parcialidad ni acepta sobornos, porque es el gran Dios, poderoso y terrible. No sé, estas afirmaciones chocan contra nuestra realidad donde el que es poderoso puede darse el lujo de ser parcial, de actuar como le convenga; de modo que pueda sacar rentabilidad. También en nombre del cariño podemos dejar que la balanza se incline hacia el lugar equivocado.
¿Así podemos pagarle al Señor incluso nosotros sus hijos? Me temo que sí. Pero es mejor que no. Necesitamos ayuda para dejar pasar de largo la parcialidad y cojamos al vuelo la imparcialidad. Casi ni nos damos cuenta y ya somos imparciales. El prisma con el que miro y juzgo se adapta rápidamente a las simpatías, relaciones, afinidades…
Incluso los fariseos al enviar a sus discípulos para tentar a Jesús dieron una definición exacta de lo que significa ser imparcial: Maestro, sabemos que eres un hombre íntegro y que enseñas el camino de Dios de acuerdo con la verdad. No te dejas influir por nadie porque no te fijas en las apariencias…
Íntegro, entero, que no se desvía ni a derecha ni a izquierda. Porque no se deja influenciar por nadie. ¿Ni por mis hijos? ¿Ni por mi esposo? ¿Ni por mis padres, amigos, primos, tíos, suegros, conocidos, seguidores, discípulos, etc.? ¡No!
Pero el listón es muy alto. Peor me lo pone cuando doy el salto y me voy a Hechos 10.34-35, y me encuentro a Pedro en casa de Cornelio, en Cesarea. Entiendo que Pedro haya estado conmocionado, pues conocía que la ley de su pueblo prohibía que un judío se juntara con un extranjero o lo visitara. Pero de pronto se tiene que cambiar el chip, pues Dios, su Dios, a través de una visión le hace ver que a nadie debe llamar impuro o inmundo. Era empezar de cero, a esas alturas del campeonato. Pero dice que obedeció sin poner ninguna objeción. Y luego oye la versión de Cornelio.
Y ahí ya no puede más y estalla: Ahora comprendo que en realidad para Dios no hay favoritismos sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia. Y sella su afirmación diciendo que “Dios envió su mensaje al pueblo de Israel, anunciando las buenas nuevas de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Ustedes conocen este mensaje que se difundió por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret…”.
Pero si son las mismas buenas nuevas que hemos recibido nosotros. Que a veces creemos que son solo nuestras y que tenemos la potestad de decidir quién sí y quién no; quién hace y quién no. ¿Quién llama? ¿Quién escoge? ¿Dios o nosotros? A veces nos olvidamos de Dios.
¿Quién soy yo para pretender estorbar a Dios? Nadie.
No es fácil decidir como Salomón en medio de dos mujeres que gritaban. Dando cada una su propia versión del asunto. Buenos argumentos. Pero tenía la sabiduría que viene de lo alto, no confió en la suya propia. No era dueño de los destinos; reconocía que había otro con más poder y Señor de todo lo que se mueve en el universo. Aquel que decía de sí mismo Yo soy el que soy. Por lo tanto, se hizo justicia a favor del agraviado. Pero si no miramos al Justo podemos ser como tierra arrasada y devastada.
Es fácil ser imparcial con los que amamos, con los más cercanos; cuyo curriculum vitae conocemos con exactitud. Y eso es lo que antes habíamos oído: Ama a tu prójimo, el que está próximo, y odia a tu enemigo. Pero Cristo deja por sentado que para ser hijos del Padre que está en el cielo debemos amar a los enemigos, y más aún, orar por los que nos persiguen. Casi nada. Es que Jesús lo trastoca todo, desbarata nuestras formas humanas de respuesta. Poner al último como el primero, igualar los salarios, perdonar y olvidar, no ser rígido con los días de reposo, decir que su familia son los que aman a su Padre.
El listón es sumamente alto. Pues si Dios hace que salga el sol sobre malos y buenos y que llueva sobre justos e injustos nosotros no podemos ser menos. Nos pide perfección.
Y como todo lo que nos pasa a nosotros mismos nos parece injusto, y minimizamos lo que le hacemos a lo demás, las respuestas de Jesús nos desconciertan. Decir que hasta los corruptos de este siglo aman a los que los aman, por lo tanto, nada de especial tenemos los que hacemos lo mismo. Ay, cómo temblamos al dar la otra mejilla. Al darle al que nos aborrece. Quedarnos hasta sin la camisa…
Vale la pena, porque ciertamente los justos son recompensados; ciertamente hay un Dios que juzga en la tierra (Salmo 58.11. NVI). ¡Oh Señor!, que como un imán se adhieran a nosotros tus verdades. Tállalas en nuestros corazones.
Jacqueline de Salamanca
Imprimir
0 comentarios:
Publicar un comentario